Un equipo médico, instalado en el campo de futbol de la zona industrial de Puerto Príncipe, conformado por colombianos e israelíes quedó sorprendido por la frialdad de una mujer que recibía a sus hijos a quienes creían muertos con solo un roce en la mano a uno de ellos.
Lo sorprendente de los haitianos es que son explosivos, discuten por una insignificancia y parece que fueran a matarse, pero ante la muerte y al dolor físico no se inmutan. Esto al parecer es por el umbral de dolor elevado que tienen y en esos casos no muestran sentimiento alguno.
En los hospitales los pacientes que han sido amputados o están heridos no emiten ningún quejido ni siquiera los niños.
Ante los edificios derrumbados cuando aun habían esperanzas de que alguien viviese, es normal que pensemos que las familias permanecen alrededor de sus casas o de los colegios velando el alma de sus niños o esperando un milagro; pero no, en Haití no se ha visto a casi nadie hacerlo. Es como si ellos siempre estuvieran esperando que les pase lo peor en cada minuto de su vida.
No se han visto cortejos fúnebres, pero si se han oído cantos alegres en algunos campamentos. Quizá tenga razón Suzi Parker, la voluntaria norteamericana en el Hospital de la Cruz de Leogane. “La gente es muy fuerte y está acostumbrada a vivir en situaciones difíciles”.
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